Fueron de los primeros en embarcar. Detrás había una larga cola en la que se veían estampas muy tristes: despedidas de familiares, niños pequeños llorando, mujeres vestidas de negro, gentes arrastrando maletas de cartón, hombres aguantando la emoción del momento con caras serias… Tan sólo la esperanza de una vida mejor los sostenía en pie.
Antonio echó un vistazo a la multitud, elevó su vista hacia lo alto y se encontró con La Alcazaba, que asistía como testigo mudo de todo lo que en el Muelle Viejo acontecía. Se preguntó si volvería a ver aquella construcción tan bonita que habían edificado los árabes y que embellecía la ciudad de Málaga. Subió su vista más arriba y miró al cielo despejado y cálido de julio, a un lugar indeterminado, al vacío quizás. Aspiró profundo. Se volvió de espaldas a La Alcazaba y echó un pie adelante. Y luego otro, y otro más. No había marcha atrás: se iba para el Brasil.
Cuando por fin la subió se encontró a sus hijas que estaban pendiente de las gentes de la cubierta, curioseando y paseando de un lado a otro. No eran conscientes de lo que estaban viviendo. Eran criaturas inocentes que no tenían la culpa de haber nacido en un país que no les ofrecía ni presente ni mucho menos futuro y tampoco se merecían una vida sin esperanza. Si la familia se había embarcado era para asegurarles una vida mejor. Ese fue el consuelo en el que se amparó Antonio al ver a su familia en la cubierta del barco.
Poco a poco fueron subiendo los pasajeros hasta un total de ciento dieciocho, todos españoles, dedicados a las labores de la agricultura.
Al poco de estar allí, sin esperarlo, escucharon unos caballos que llegaban al galope al Puerto. La multitud se quedó mirando lo que pasaba y no lograba entender qué estaba sucediendo como tampoco lo entendieron los Martín Cordero cuando vieron que los que llegaron eran los hermanos de Ana, que comenzaron a gritar:
– Madre, véngase usted con nosotros- dijo uno.
– Baje del vapor, madre, que en el Brasil no va a poder trabajar- vociferó otro a voz en grito.
– Pero si son mis hijos- dijo María embargada por la sorpresa- ¿Qué hacéis aquí? No me deis más calvario que bastante tengo ya.
– Madre, véngase con nosotros, por favor. No se meta en esa aventura. Se lo rogamos. Quédese con nosotros en el pueblo.
El alboroto que se formó a pie de la escalinata no fue pequeño. Ya habían cruzado toda la familia, uno a uno, la dolorosa rampla que los llevaba a América. Había sido un duro paso pero no tenían otra opción. Ver a sus hijos gritando a la desesperada causó un enorme sufrimiento en María, una viuda de sesenta años que no entendía lo que le estaba sucediendo y que no quería dejar sola a su hija en la aventura de irse al Brasil.
– Será posible ¿por qué me hacéis esto?
El vapor estaba a punto de zarpar, el pasaje dentro, la rampa la estaban retirando unos operarios del puerto y el señor escribano había concluido el registro de pasajeros. ¿Será posible que me tenga que ir de aquí y dejar a mi hija sola? ¿Será posible que yo tenga que pasar por esto? ¿Qué he hecho tan malo para que el Señor me castigue con tanta pena?