En la Comarca del Guadalhorce está el Valle del Limón. Hay incluso un cartel que así lo indica cuando se pasa del municipio de Alhaurín de la Torre a Cártama, para que no quepa la menor duda, aunque si miras a un lado de la carretera lo que los ojos encuentran son grandes extensiones bien alineadas de ese árbol hacia la vega del río y si lo hace en dirección a la sierra podrá encontrarse con bancales, terrazas excavadas en la tierra a base de esfuerzo y sudor, sembradas del mismo árbol.
Parte de mi familia es de esa zona, concretamente de la última pedanía de Alhaurín que linda ya con Cártama. Esa pedanía, aldea o cortijo, como la llaman los lugareños, se llama Santa Amalia, también conocida como Las Monjas. De allí es mi madre y toda su familia.
Parte de mi infancia transcurrió allí y conozco medianamente bien la zona y sus características. Entre todo sobresale el cultivo de cítricos, muy mal pagado por cierto, y se me haría muy difícil pensar que en otra época era otro el cultivo que abarcaba la vista. Y es que resulta que hace varias décadas el reinado del limón era compartido con otro cultivo: el del tabaco. Y había grandes extensiones de él a lo largo de la vega al igual que secaderos donde airear el producto para luego llevarlo a la Tabacalera de Málaga.
No hay que remontarse muy lejos para encontrar a alguna persona que haya trabajado esa planta. Sin ir más lejos mi madre ha despalillado (espalillao, como se dice por aquí). Mi abuela por supuesto y mi bisabuela también. El proceso era complicado pues había que arrancar una por una las hojas de tabaco del tronco, algo muy laborioso y que dejaba las manos negras y pegajosas, se apiñaban en manojos para subirlas al secadero o a la copa de los árboles si no había con qué pagar el secadero. Así se cumpliría otro paso más, el secado de la hoja.
Posteriormente se apilaban en cajones de madera, que constituían a su vez una medida, se aplastaban, se tapaban y se volvían a aplastar subiéndose dos hombres encima depositando todo su peso para prensar bien las hojas. Por último se sellaban con un saco mandado de la Tabacalera que se cosía por fuera y se ponía la procedencia de la mercancía. Y de allí a la Tabacalera de Málaga o de Cádiz.
Pues la otra noche mi abuela me contó toda esta historia y también me dijo que antiguamente el tabaco se elaboraba en la casa de forma artesanal. Sus abuelos tenían sembrado de cítricos sus tierras aunque dejaban crecer unas cuantas plantas de tabaco para consumo personal del abuelo de mi abuela, Cristóbal Sánchez. El se encargaba de recoger las hojas, hacer los manojos y colgarlos en los árboles aunque había tres secaderos en Santa Amalia: uno de Pablo Vega, otro de la familia Bravo y el otro de Manuel Vega, pegando a la acequia junto a la era. En la zona denominada «el nº 1», también había dos secaderos, uno de ellos ha estado en pie hasta hace unos cinco años. De ellos queda hoy el recuerdo.
Siguiendo el proceso de mi tatarabuelo, una vez secadas en el árbol y retiradas de allí, las metía en el horno de la casa para que se secaran por completo, las sacaba, las desmenuzaba a mano, las dejaba airear al sol, le echaba una proporción de bicarbonato sódico y las volvía a poner en una caja de madera al sol del patio unos días. Entonces lo único que tenía que hacer era poner en marcha su maquinilla con la que le salía el cigarro ya listo o hacerlo de forma manual: extender un papel de fumar sobre sus dedos, depositar sobre él la cantidad exacta de tabaco para lo que había un cilindro con la medida exacta de cada cigarrillo, lo liaba y pasaba la lengua al papel para sellar el cigarro. Y a fumar!! Con todo lo que había preparado tenía para todo el año.
Por curiosa que me resultó la historia, por la relación con el libro «La reina descalza» y por nostalgia de ese episodio que no conocí he escrito hoy este nuevo post.
Precisamente el día 27 de junio de este año 2013 pararon las máquinas de la Tabacalera de Cádiz después de dos siglos de historia. Ya no queda ninguna en Andalucía pues la de Sevilla también corrió la misma suerte y la de Málaga era yo pequeña cuando la cerró sus puertas.