Y tú ¿colaboras con el medio ambiente?

 

 

El otro día venía en el DiarioSur una noticia que me llamó la atención sobremanera. Un grupo de jugadores de voley playa se vieron sorprendidos por multitud de cristales que les provocaron numerosas heridas de diversa consideración mientras intentaban jugar plácidamente en sobre la arena de la playa.

Aunque en la noticia del diario buscan responsabilidades entre las instituciones yo voy más allá porque la noticia me hizo pensar una vez más lo dañinos que podemos ser con el medio ambiente y con nosotros mismos. ¿Cómo se puede llegar al extremo de romper cristales y dejarlos entre la arena? Los responsables está claro que son los que rompieron los objetos de vidrio y los dejaron allí. Son normas de civismo ¿no?

No hay una conciencia ecológica, mucho menos humana, que ayude a relacionarnos mejor con el medio y con nosotros. Estamos continuamente dañando el entorno que nos rodea con el consiguiente daño a nosotros mismos, pero parece que algunos no se dan cuenta y ahí está el quid de la cuestión: la concienciación llega a través del conocimiento del impacto de cada persona a lo largo de una vida en el medio y las formas que tenemos a nuestro alcance para suavizar ese impacto con educación ambiental.

A mi me preocupa bastante este tema e intento colaborar con mi actuación. Yo vivo sola y reciclo la basura que emito: papel, vidrio, plástico y orgánica. Es costoso porque hay que acumular hasta que se llena y eso acarrea cierta dedicaciónque pero me siento feliz de contribuir a que el planeta esté menos contaminado. Esa es mi sensación cuando reciclo, de estar en paz con la naturaleza.

Por eso llamo a la conciencia ciudadana para que aprenda a reciclar y ser menos nocivos con el medio ambiente y dejar así a las generaciones venideras un mundo más limpio.

 

Hay situaciones cotidianas que me enervan como cuando voy conduciendo y miro a la cuneta la encuentro llena de botellas, bolsas de plástico, envoltorios de patatas fritas… O cuando en los bares no reciclan pienso que debería haber leyes que obliguen a ello por la cantidad de basura que generan al igual que en las celebraciones públicas. Algo parecido pasa con la playa en la que puedes sorprenderte encontrando desde compresas hasta cristales que ya es más peligroso pues es un lugar de uso y disfrute de todo el mundo.

¿Dónde está la conciencia ciudadana? ¿Dónde queda la educación ambiental? Lo dicho, que ni respeto por nosotros ni por el medio ambiente veo en actos de este tipo como el de romper botellas de vidrio y dejarlas semienterradas en la arena de la playa. ¿Se puede ser más cafre?

http://www.diariosur.es/20130825/local/malaga/cuatro-heridos-torneo-voley-201308250058.html

 

El afilaó, segunda parte.

… Y continúo con la segunda parte del relato que os dejé ayer «El afilaó». Espero que haya sido de vuestro agrado y os haya hecho recordar, al igual que a mí, momentos de vuestra infancia, esa parte de nuestra vida que se conserva en la memoria como un tiempo de felicidad al que siempre volvemos.

Para entrar a la tienda se debían subir tres escalones, que en un principio eran de piedra roja oscura casi marrón con motas de piedras blancas muy pequeñitas. Hasta hace pocos años fueron la entrada de mi casa, hasta que se hizo obra y se cambiaron por otros. Estaban ya resquebrajados y pulidos por el paso continuo durante años y años de comerciantes y de compradores.
El hablar típico de las gentes del pueblo, sus palabras, su entonación y alguna voz que otra de alguna atrevida que se expresaba con soltura eran la banda sonora que se escuchaba por allí. Dependiendo de la persona, la intensidad de la voz, la gravedad, la entonación sonaba distinto, así que había personas que yo miraba con atención porque me resultaba llamativa su forma de hablar y su expresividad que trasmitían una alegría contaminante. Hasta la tienda venían personas desde lejos, por ejemplo de las pedanías como El Romeral. A base de años y años comprando en el mismo sitio se acabarían entablando lazos de amistad que perdurarían varias generaciones. Recuerdo a Magdalena la Chinita, una mujer mayor entrada en carnes que echaba largos ratos de conversación con mi abuelo, apoyada en el mostrador de madera. Por entonces el sistema de transporte utilizado era el más básico de todos: los pies, es decir, que estas personas que vivían en las pedanías venían al pueblo andando a abastecer sus despensas, compraban en grandes cantidades (comparado con la gente que vivía en el pueblo y que tenían por tanto más a la mano solucionar una necesidad), para no tener que realizar otro viaje en breve. Por supuesto que luego volvían andando a sus casas o quizás, con suerte, encontraran a algún vecino que pasara cerca de sus viviendas y las acercara, aliviando notablemente el viaje.
Así recuerdo el principio de los años 80, haciendo mi vida en la tienda que era una colmena en la que, desde por la mañana temprano, iban y venían personas con el fin de llenar la despensa y configurando, sin darse cuenta, una red social que habría de durar años y que pasaría de generación en generación.
De vez en cuando, en el alborozo mañanero se empezaba a escuchar de lejos un sonido inconfundible: una armónica. Su melodía atraía a los vecinos de la calle que sacaban sus cuchillos, hachas o tijeras para afilar. Era algo de lo más común y el vecindario esperaba la llegada de este hombre pues su trabajo era muy necesario para el día a día de una casa. La gente se acercaba hasta él y esperaban su turno para que afilara sus cuchillos, sus tijeras… mientras tanto entre los que esperaban surgían conversaciones. El paso de este hombre cubría necesidades básicas.
Ahora, mientras escucho el sonido de la armónica, se me viene a la memoria la imagen de mi abuela María (de la que tomé su nombre) con su pelo blanco engarzado con ganchillos en su nuca, formando una especie de recogido sin llegar a ser un coco. Tenía el pelo largo pero nunca se lo dejaba suelto y sólo lo vi en algunas ocasiones muchos años después. Siempre la conocí con ese peinado tan característico. Detrás del mostrador se movía con dificultad debido al parkinson que sufrió durante tantos años en su vida, pero no la inhabilitaba en absoluto para atender las demandas de forma eficaz y rápida. ¡Ella sí que sabía despachar rápido y en condiciones! Mi abuelo, con una tranquilidad que inquietaba, estaba también detrás del mostrador con su sombrero negro, que solía comprar en la sombrerería Cantón, y que lució hasta el último de sus días, su camisa blanca y sus pantalones grises cogidos con una correa que debió pertenecer, por lo menos, a su bisabuelo por lo menos de raída que estaba, pero que no cambiaba por nada en el mundo. Además, recuerdo que se la sujetaba de una forma especial porque aunque se la ajustara le seguía sobrando un trazo de correa y para que no molestara se la liaba metiéndola entre el pantalón y la cintura. Con el paso de los años la correa tenía grietas muy pronunciadas que hacían pensar que pronto habría que comprar otra, pero no fue así pues le quedaba por aguantar años y años.
Allí sentada en el escalón veía la vida pasar. Mi pelo rojo no pasaba desapercibido, mucho menos si me sentaba al sol que le daba aún más intensidad al brillo y al color:

¿Tú le echas algo a la niña en el pelo?- preguntaba alguna curiosa a mi madre.
No, nada- respondía mi madre
Entonces, ¿A quién ha salido con el pelo rojo esta niña?- insistía la curiosa.
A mi madre- contestaba mi abuela desde el mostrador en tono de sentencia mezclado con orgullo.- Mi madre tenía el pelo del color del cobre, rojizo, igual que mi nieta.

Yo me limitaba a mirar las caras de los que hablaban y nada más. Seguía allí sentada, mientras escuchaba conversaciones de las mujeres, miraba en la calle la gente pasar. Me encantaba aquel bullicio y no eran pocas las veces en las que entablaba conversación con gente que pasaba por allí. Daba igual que las conociera o no.
Frente a mí estaba el estanco de Ana María y también llegaban hasta allí mucha gente a comprar. Ana María y Miguel eran una pareja que tenían un estanco. No eran pocas las personas que desde la tienda de mi abuela iban hasta allí para comprar tabaco o, al contrario, salían del estanco para venir a mi tienda.
Mis abuelos y ellos, Ana María y Miguel, se decían compadre y comadre. Aquellas palabras me resultaban como prohibidas para una niña. Me sonaban a palabras sólo de mayores y no quería ni preguntar qué era eso. Tuvieron que pasar años hasta que un día le pregunté a Ana María qué era eso de compadre, a lo cual me contestó que un compadre es el que bautiza a un hijo tuyo. Pero como ninguno de ellos había bautizado a un hijo suyo le volví a preguntar:

Y ¿de quién es padrino quién?- le espeté sin saber cómo iba a encajar aquella pregunta.
Cuando éramos niños hicimos un juego- comenzó a decir ella- Había que sacar un papel para ver quién era tu compadre o tu comadre y salimos tu abuelo y yo. Desde entonces nos llamamos así.

Ana María era una mujer bajita, delgada y siempre vestía de negro. Recuerdo que suspiraba mucho y eran suspiros que llegaban al alma. Me daba la sensación de que estaba cansada de luchar en la vida pero que aún tenía que seguir luchando.
Miguel era más tranquilo y tenía un bastón. Se venía muchas tardes a casa de mi abuelo a echar ratos de charlas con él. Hablaban de su vida, de las gentes, de los cambios en el pueblo, de las tierras, de los negocios… Se podían pasar las tardes enteras hablando y hablando. A estas conversaciones también se unían otras personas, varones por supuesto. Recuerdo a mi tío Juan, hermano de mi abuelo, que solía acudir a las tertulias de por la tarde en la casa de mi abuelo. Era un hombre alto y fuerte, voluminoso, y con una nariz suprema por grande y por ancha. Era muy simpático conmigo y recuerdo que le daba besos cuando lo veía. Solía decirme:

Mira lo que tengo aquí- me decía señalándose la barriga.
¿Qué tienes?- me preguntaba yo
No te lo puedes imaginar- instigando con la mirada a jugar a las adivinanzas.
No sé, ¿qué es?
Cuando yo era más joven hubo una guerra en España. Un día me pegaron un tiro en la barriga. La herida curó pero la bala está ahí metida. Mira, la puedes tocar- decía mientras acercaba mi mano para poder tocarla en el sitio exacto.
Sí, es verdad.
Esa es la bala.- decía él.

¿Y cómo puede vivir una persona con una bala y no se muere? Pensaba yo cuando me contaba la historia una y otra vez.

Un día, cuando llegué del colegio San Juan me encontré a Miguel Carrasco sentado con mi abuelo, entré a saludarlos como siempre empujando la puerta que giraba tanto para un lado como para otro y los encontré con una mirada triste y sin sonrisa. No era normal que llegaran visitas a la hora del almuerzo. Miguel había venido a visitar a mi abuelo porque mi tío Juan había fallecido. Recuerdo también estaba Ana María y algún vecino más. Me metí para mi casa sin preguntar nada. Mi madre me dijo lo que había pasado.

Es curioso cómo un sonido puede despertar recuerdos que creíamos olvidados. Parece mentira cómo se activan los mecanismos de la memoria regalando momentos felices con tan sólo un sonido. Gracias a ello he podido rememorar aquella etapa tan feliz de mi vida: mi niñez. En aquel tiempo sólo conocía a mi hermano Antonio. La llegada de Álvaro era inminente y a Sergio aún le quedaba muchos años para llegar a casa.
Con los años, la tienda se cerró. Acabó por sucumbir, a tiempo afortunadamente, a la llegada de comercios especializados, a los supermercados que empezaron a multiplicarse por el pueblo y que ofrecían mayor variedad de productos y, quizás, a precios más asequibles. Quizás aquel hecho de pasar a ser una calle peatonal no ayudó para seguir con aquel tipo de comercio. Quizás otro hubiera salido para adelante si se hubiera tenido una visión y una perspectiva de futuro distinta. Pero aquella tienda de ultramarinos que vió la luz en 1947, típica y conocida por su famosa y exquisita manteca colará, se cerró en enero en 1988 aunque su estampa siga viva en la memoria de quienes la conocieron y siempre se pueda volver a ella. Algunos años después el estanco fue trasladado a una zona más transitada y también acabaron cambiando aquellos adoquines rojos y blancos en los que se reflejaba el sol por un suelo de piedras pequeñas que dibujan estrellas blancas sobre un fondo gris, al estilo granadino.

Desde aquellos días, ha cambiado mucho el pueblo. Sigue pasando la gente por la calle, los niños que antes eran niños pasean ahora a sus hijos y las mujeres que pasaban aceleradas cargadas de abastos para sus familias hoy siguen paseando pero sin tanta prisa, de forma más pausada y disfrutando de la vida de una forma más sosegada. Ya no me siento en la puerta a ver la vida pasar y tengo un acelero propio de los adultos pero sí que me siento para realizar mi trabajo y si, sin esperarlo llega a mis oídos la música del afilaó, es capaz de hacerme revivir por unos instantes aquellos años donde mi vida pasaba lentamente, donde me sentía espectadora del bullicio popular, donde la imagen se muestra nítida con un sol resplandeciente sobre la solería recién estrenada semejándose a una calle de Estambul, donde mi mente empezaba a organizar relaciones y a entender la vida. Al fin y al cabo era una niña. Una niña que contemplaba la vida pasar sentada en un escalón de la puerta de la tienda de sus abuelos y observaba atenta los pasos de aquel hombre que arrastraba una moto llevándose a la boca una armónica y veía cómo los vecinos iban saliendo de sus casas demandando el trabajo del afilaó.

El afilaó

Hace ya un par de años el sonido peculiar de la armónica del afilaó me invitó a escribir un relato que guardo con mucho cariño y que algún día publicaré. 

Esta mañana, mientras hacía el desayuno de tostada con zumo de naranja, he escuchado de nuevo esa melodía que todos, de alguna manera, tenemos en nuestra mente. Y es que el afilaó desempeñaba una importante labor en los hogares de antaño aunque hoy su figura sea casi anecdótica. Esa misma melodía fue la que me hizo volar en el tiempo hasta verme con ocho años sentada en la puerta de la tienda de mi abuela María viendo, entre el ajetreo de la gente, cómo un hombre, calle abajo, arrastraba una moto mientras emitía el sonido inconfundible de su armónica. 

Os dejo un trozo de ese relato. Espero que os guste.

A media mañana, mientras estoy intentando ordenar parte del trabajo para la semana, escucho de fondo una melodía inconfundible: la armónica del afilaó. Me pareció escucharla vagamente al principio, me resultó casi una ilusión, pero parecía que se iba acercando pues cada vez sonaba más nítido su sonido y estaba claro que era real.
Pasaron unos momentos hasta que llegó a mi puerta, el tiempo justo de coger una cámara de fotos para inmortalizar el momento. Y es que no es fácil encontrarse estos días un afilaó pasando por tu calle, un oficio hoy en desuso pero que en su día cubría necesidades básicas. Salgo a la calle en su búsqueda, aunque me da cierto reparo lanzarme a la aventura de indagar algo más sobre él y sobre su oficio.
Me encontré con un hombre de unos sesenta y pico años arrastrando su moto y sus pies. Vestía pantalón de pana beige, chaqueta azul marino y gorra de tela blanca y negra. Lucía unas patillas largas al estilo bandolero, pelo cano y ojos azules casi celestes. En el ojo izquierdo la catarata se mostraba vehemente. Cuando ya pasaba cerca de mi puerta me dirigí a él:

Buenos días, ¿Me afila usted estas tijeras?- le dije algo dubitativa sin saber muy bien cómo romper el hielo.
Claro que sí- dijo él sin mostrar ninguna emoción.

Paró su moto y le puso la patilla para que se quedase sostenida. Empezaron a rodar las piedras que habrían de afilar los cuchillos y tijeras. Estaban situadas en la parte posterior del sillín. No tardé mucho en volverme a dirigir a él, mientras observaba sus movimientos:

¿A usted le importa que nos echemos una foto? Me llama la atención la figura del afilaó. Me trae recuerdos de mi niñez y no sé si volveré a ver a alguno. No suelen venir por aquí- dije, sin saber cómo iba a responder.
No me importa. Sí, ya quedamos pocos.

Ahora me parecieron sus ojos cordiales y amables, bondadosos incluso. Sin duda, se alegró de aquella proposición que, con bastante seguridad, no hubiera imaginado cuando salió de su casa por la mañana bien temprano para recorrer los pueblos cercanos a Málaga con su moto. Indagando un poco más me confesó que era de la barriada Las Flores, y que vivía en Ciudad Jardín. Se llamaba Juan.

Es curioso cómo una melodía puede transportarnos en el tiempo, al igual que lo puede hacer un olor o una imagen. En este caso, el sonido de la armónica me transportó al principio de los años 80 cuando tan sólo contaba con 7 u 8 años.
Me vi en la tienda de mi abuela María, sentada en el escalón de la entrada viendo la vida pasar. Una niña que observaba el bullicio de la inminente ciudad aún pueblo. Las mujeres iban y venían por la calle saludándose a voces e incluso manteniendo conversaciones mientras se alejaban en direcciones opuestas, se me antoja recordarlas con cestas de anea y también de plástico cogidas por las asas, que llenaban de pertrechos para sus hogares, nada de bolsas de plástico con anuncios publicitarios.
La vida era muy tranquila y para una niña chica aún más. El ir y venir de gente me animaba a seguir contemplando las mañanas de aquellos días soleados de un Alhaurín por despertar. Son esos recuerdos que siempre se mantienen vivos en tu memoria porque pertenecen a tu niñez y no son iguales los ojos con los que miran la vida los niños que los adultos. Nada tiene que ver la inocencia de otrora con la perpetua y acelerada búsqueda en la vida de los mayores que hacen que te espabiles a la fuerza.
Mi calle estaba estrenando una alfombra nueva. Un suelo configurando rombos de color rojo sobre un fondo blanco que habría de permanecer así durante años. Acababa de pasar de ser una calle transitada por coches a ser una calle peatonal, la primera del pueblo. Un suelo que ha visto ir y venir las vidas y las historias de tantas personas. Recuerdo que el dibujo de los rombos invitaba a muchos viandantes a cruzarla de forma caprichosa sorteando las baldosas blancas o las rojas, a la elección de cada uno. No dejaría de ser uno de los centros neurálgicos del municipio, que ya se abría paso en la nueva sociedad del progreso.
Empezaban a aflorar y a florecer las urbanizaciones más castizas: Los Manantiales, El Lagar, Cortijos del Sol… La gente del lugar veía a los nuevos vecinos como gente lejana… distinta, y se les atribuían rarezas y diferencias con la gente propia de aquí, sin estar acostumbrados a la diversidad de pensamientos, de religiones, de costumbres, de nacionalidades…. Alhaurín empezaba a cambiar sigilosamente, tiempo habría de explotar más adelante y redoblar la población en pocos años. Por entonces era algo sostenido y quienes querían adquirir víveres y productos de ultramar, pasaban por la tienda de mi abuela, una de las pocas que había en Alhaurín.
Además de por su famosa manteca colorá, que tantas personas me han recordado a lo largo de mi vida y que aún se sigue elaborando en la familia de forma artesanal, hasta la tienda se acercaban para comprar cualquier cosa. Era una de esas tiendas que tenían de todo y podías encontrar desde macetas de barro, que estaban apiladas a la entrada según los tamaños, hasta patatas Matutano, que a veces obsequiaba a los consumidores con regalos relacionados con el famoso programa “Un, Dos, Tres” (como la “Ruperta”), mortadela con aceitunas, pan, tabaco Celta, trigo, harina, cebada o garbanzos por peso, tela, carbón, petróleo para la hornilla o para los quinqués, papel de estraza o papel de grasa, vino, aguardiente, pienso para animales, piezas decorativas como fruteros o marcos para las fotos…
Algo bastante característico eran garbanzos en remojo, que mi abuela preparaba por la noche antes de acostarse en un lebrillo vidriado con un secreto personal para que al otro día los garbanzos estuvieran tiernos. Por la mañana los ponía a la venta y venían de lujo para poner un puchero, una berza, un potaje… pero además algunos de los que se acercaban hasta la tienda echaban mano al lebrillo cogiendo un puñado de garbanzos y comiéndoselos crudos mientras esperaban su turno. Era una tienda de pueblo que abastecía a los vecinos con productos de primera necesidad y se convertía, a su vez, en un punto de encuentro. Eso de los supermercados estaba aún por inventarse aquí. Así que había que ir a la tienda del pueblo…

Continuará…Image

En la cresta de la ola

Cuando nos encontramos en una situación complicada en nuestra vida echamos de menos esa persona en la que confiarnos: una amiga, un familiar, una pareja. Me voy a referir, en este caso, a la amistad. En esos momentos mantenemos estrechos vínculos con esa persona, la que entre todas las que tienes a tu alrededor se ofrece, pues nos es un gran apoyo para echar para adelante un día que vemos oscuro y con grandes dificultades para concluir.

Es cuando te sientes mal cuando buscas a tu alrededor. Hay amistades que acuden en tu ayuda y te aligeran el caminar, te escuchan, te aconsejan, te animan, te dan cariño para pasar ese trance que tú vives con tristeza y desvalida. El vínculo entre esas dos personas se fortalece, se ensancha, se consolida más si cabe… Mientras dura ese problema.

Una vez que esa persona va saliendo del problema empieza a ver otros horizontes: personas que no le prestaron tanto apoyo en los malos momentos son ahora buenas opciones con las que hacer planes, si antes veía a alguien con ojos de desconfianza ahora no vienen mal para salir y reirme, si antes me acordaba de mi amiga para contarle mis miedos e indecisiones… prefiero cambiar de aires con otras personas a seguir hablando de lo mismo: hay que superar el problema!!… Y así, si la amiga que te apoyó en tu mal momento pasa a un segundo, tercer o cuarto plano… se esfuma en la vorágine de tantos planes. «Con lo bien que estoy yo ahora!!»

El egoismo es una caprichosa forma de cegar: te ciega en los momentos en que estás en la cresta de arriba porque cuando estás abajo hay que abrir bien los ojos a ver a quién encuentras.

   Image

Otra velada flamenca

La noche de ayer fue otra velada flamenca a retener en la retina. «Raices», una apuesta de la Bienal de Flamenco de Málaga que reunía artistas como Paco Cepero, Carmen Ledesma, Angelita Montoya (que no pudo venir y fue sustituida por Mari Peña), Luisa Muñoz y Manuel Molina. El recital estuvo dirigido y presentado por Pepelu Ramos que hiló maravillosamente cada una de las actuaciones y amenizó con retazos de historia flamenca.

Paco Cepero es uno de los grandes guitarristas de mi colección particular. Su sonanta, su expontaneidad, su música… me ha fascinado siempre y guardo en mi memoria musical muchas de sus falsetas ¿Cómo no? Y para más rizar el rizo interpretó muchas de sus clásicos ayer de una especial belleza y flamencura, como el de «Tus ojos negros» que cantara Juan Villar.

Con su grupo, en el que incluía una violinista, y su sonrisa eterna comenzó a embelesar a cada uno de los allí presentes: rumbas, tangos, tanguillos, bulerías, seguirillas y su «Aguamarina», otra rumba que puso el broche final a su magistral interpretación. Sencillamente genial.

Luego apareció en el escenario Mari Peña y Antonio Moya, utreranos y portadores del estilo de la Utrera más rancia y pura. Hace tan sólo unas semanas coincidí con esta artista y le dediqué una entrada en este blog. Ayer estuvo en su línea, pura, racial, con un ritmo vertiginoso que te sumerge en lo más hondo de un momento a otro… diferente.

Y llegó Carmen Ledesma. Ataviada con un mantón bordado de rosas rojas, largos flecos y vestido turquesa. Con empaque comparable a sultana. Llegó al escenario derramando ya arte a cada paso y movió el mantón al compás de la soleá acelerándola, dándole más vida, apagándola… luchando con ella. Qué imágenes más bellas! Y luego empezó a bailar por soleá. Tremenda. Flamenca a no poder más mandando en el escenario y en todos los ojos que se posaban en ella. Habíamos dejado de sentir nosotros y confiado nuestras emociones en ella y en su mantón, que volvió a recoger. Artistaza!!

El cante de Luisa Muñoz vino a refrescar del trance de Carmen. Una voz muy flamenca unida a la juventud, poderío y vitalidad de esta joven malagueña.

Para el final dejaron a Manuel Molina, que vestido de blanco impoluto, comenzó a hablar con su sonanta de tú a tú intercalando sus letras y su música tan particular y fuera de todo cánon. Muchas de sus letras arrancaron la risa del público, como por ejemplo:

 

Me puse a buscar un amigo

como no lo encontraba

!Qué bien me llevo conmigo!

 

Pero, para terminar el festival hubo sorpresa pues los artistas esperaron como antaño el fin de fiesta. Ahí pudimos disfrutar de un momento de entrega de los artistas al público entregado donde reina la improvisación y la expontaneidad.

Así que… rememorando aún esos momentos estoy….Image

Hasta se me había olvidado…

 

Llevaba meses que cuando me despertaba me sentía culpable. Al abrir los ojos para empezar un nuevo día siempre se me venía a la cabeza el mismo pensamiento: «te estás matando poco a poco. Hoy no vas a fumar». Pero en tan sólo diez minutos ya me estaba planteando algo distinto: «bueno, tan sólo un cigarrillo ahora y ya está». Eso ocurría algunas veces antes incluso de poner la cafetera. Y al final era uno detrás de otro, así que ese sería un día más de derrota.

Con ese calvario pasé varios años sin ser capaz de dejar de fumar. Me sentía presa y cada vez que fumaba, cada calada que daba, una voz interior se volvía contra mí misma: «te estás matando» así que rara vez disfrutaba del tabaco.

Una noche llegué a casa, me relajé y me concentré en mi cuerpo, en mi estilo de vida, en mi adicción al tabaco. Aquello me llevó un par de horas. Estuve en un estado de semiconsciencia en el que podía ver mi interior dañado por el tabaco: mis arterias, mis venas, mi corazón, mis pulmones, mi piel… fue una sensación única en la que viajé al interior de mí misma y vi cuánto daño me estaba provocando yo. Cuando terminé de mi visita intracorporal, me dormí.

No recuerdo el último cigarrillo que fumé pero, desde aquel momento, no he vuelto a probar ninguno. No he tenido ni siquiera el deseo de volver a probarlo. Al contrario. He rechazado muchos cigarros, me ha molestado el humo y he animado al abandono del tabaco. Inexplicablemente he podido disfrutar de las noches y las reuniones sin tener un cigarro entre mis dedos inhalando de forma compulsiva el asqueroso humo. Eso sí que lo veía imposible aunque me he demostrado que se puede disfrutar en reunión sin fumar.

Desde aquella noche no he vuelto a fumar y justo el martes de esta semana hizo un año. La primera sorprendida en esto soy yo, que siento debilidad, y hay veces en las que dudo que no vaya a coger un cigarro, por eso prefiero no pensar y dejar que vayan pasando los días, las semanas, los meses, los años. Los efectos al dejar de fumar se ven pronto: el olfato se agudiza hasta molestarte las cortinas y lavarlas, el ropero esconde resquicios tabaquiles insospechados de estación a estación, el gusto se vuelve más fino, empiezas a hacer deporte, respiras mejor, tu cuerpo va cambiando a más saludable, te cansas menos y, sobre todo, te sientes feliz por haber superado algo que tan sólo un fumador/a sabe la dificultad que entraña.

Si con estas palabras puedo ayudarte a plantearte dejar de fumar o dejas de fuma me daré por satisfecha.

Me mecía el agua al compás de las delicadas olas, al ritmo que se movían los brotes de poseidonia. Para allá. Para acá. Me dejé llevar sintiendo una gran felicidad consciente de lo afortunada de estar allí. Se dejó asomar un pececito de color verde, otro amarillo, otro gris. No tenían ni idea de que los estaba observando un ser humano anonadado por compartir ese momento, fugaz y único, con ellos. Luego giré la cara  y me topé con un banco de pececitos grises con motas blancas, pequeñitos pero bonitos. Iban todos en la misma dirección y, sin saber el motivo, cambiaron todos de dirección al unísino. ¿Cómo se comunican?, pensé. 

Moví las manos para que me guiaran hasta otra parte en la que poder seguir contemplando maravillas submarinas y fue entonces cuando vi la estrella de mar. Era de color rojo anaranjado y descansaba en el lecho del mar. Preciosa. Me hizo abrir los ojos con emoción. La misma que hacía diez minutos me hicieron sentir los corales naranjas intensos cuando por primera vez los tuve cerca de mí. A tan sólo unos centímetros.  Eran de forma hexagonal y de una belleza suprema. 

A la morena la vi de lejos, a dos metros de mí. Su cuerpo atigrado blanco y negro y su quietud me regalaron otra nueva imagen que almacenar en mi retina. 

Así me mantuve un rato. Flotando sin prisas en el mar, respirando tranquilidad y belleza, olvidando las prisas del mundo terrestre, cogiendo aire para todo el año.

Cuando salí del agua me pareció estar cargada de una energía que fluía por mis venas. Tuve la certeza de que debía volver allí, al menos, otra vez más. Volveré!

Sumergida en aguas saladas

 

Yo hacía tiempo que tenía ganas de bucear. La cuestión era que no me atrevía y así pasaron años y años.

 

Sin embargo, unas ganas irrefrenables me atraían hacia el mar. E, inexplicablemente, sentía algo parecido al miedo que me alejaba él. Y eso que me estaba llamando con el ir y venir de sus olas…

 

Un día le hice caso y me adentré en las aguas de Maro. Mi amiga Celina, experta en esas lides, me acompañó al entrar en el agua, al acercarme al roqueo, a guiarme en todo. Al principio le apretaba la mano pero cuando me quise dar cuenta ya estaba nadando sola con mi esnorquel y mis gafas rodeada de los pececitos de colores. Aquella sensación no la olvido por más años que pasen (que tampoco son tantos), pero hacen que me ronde por la cabeza una escapada que me ofrezca un contacto con el mar más allá de las playeras.

 

¿Podeis imaginar lo que hay debajo de las olas del mar? Un mundo maravilloso por descubrir. Cuando buceo, con esnorquel, experimento una sensación de libertad que me acompaña durante todo el año hasta que vuelvo a sumergirme en las aguas saladas al verano siguiente. Eso de estar nadando con los peces y acariciar la sensación de tranquilidad más absoluta en la que no se piensa es tan reconfortante que en las noches en las que el insomnio se queda a hacerme compañía vuelvo, irremediablemente al mar, a Maro, a la Playa El Cañuelo, a las rocas, me sumerjo (en mi imaginación) y empiezo a nadar con los peces de colores al compás caprichoso de las idas y venidas de las olas.   Image

Penoso. Patético

 

Acabo de ver algo en internet que me ha sumido en una gran tristeza. Algún desaprensivo ha sido capaz de crear un perfil en la página denominada «cara libro» con el nombre del maquinista que la pasada semana conducía el tren Albia y que descarriló en Santiago de Compostela.

Ni que decir tiene que acompaño en el sentimiento a las familias de los fallecidos, que deseo con todas mis fuerzas que no fallezca nadie más, que ojalá se recuperen perfectamente todos los heridos y que vaya calmándose este episodio tan trágico de la Historia de España, que las familias sufran lo menos posible. Y también pienso en el maquinista. Precisamente, la última entrada del blog la dediqué a él y al linchamiento que ya le está cayendo encima.

Pues bien. No temo decir que este hombre, haya pasado lo que haya pasado, es otra víctima más de ese accidente. No creo que vuelva a ser el mismo que era antes de subir a ese tren, ni creo que vaya a vivir ni uno de los días de su vida sin recordar lo acaecido el miércoles pasado. Cuando todos hayamos olvidado este momento él seguirá pensando, como los familiares de las víctimas en la desgracia tan grande, sintiéndose culpable de todas esas muertes y vidas sesgadas.

Pues, no deja de sorprenderme que haya alguien aprovechado y malintencionado capaz de registrar el nombre de este hombre, hacer comentarios diarios, provocar hasta el extremo, suplantar su personalidad o colgar fotos personales de este hombre provocando al personal. No soy experta pero creo que es ilegal suplantar la personalidad de alguien. Hay quien se mofa de él y de su familia y también quien intenta llamar a la cordura al creador y director de este perfil, aunque se defiende bien con insultos, improperios y vulgaridades. Penoso.

¿Cómo no han cerrado ese perfil?