… Y continúo con la segunda parte del relato que os dejé ayer «El afilaó». Espero que haya sido de vuestro agrado y os haya hecho recordar, al igual que a mí, momentos de vuestra infancia, esa parte de nuestra vida que se conserva en la memoria como un tiempo de felicidad al que siempre volvemos.
Para entrar a la tienda se debían subir tres escalones, que en un principio eran de piedra roja oscura casi marrón con motas de piedras blancas muy pequeñitas. Hasta hace pocos años fueron la entrada de mi casa, hasta que se hizo obra y se cambiaron por otros. Estaban ya resquebrajados y pulidos por el paso continuo durante años y años de comerciantes y de compradores.
El hablar típico de las gentes del pueblo, sus palabras, su entonación y alguna voz que otra de alguna atrevida que se expresaba con soltura eran la banda sonora que se escuchaba por allí. Dependiendo de la persona, la intensidad de la voz, la gravedad, la entonación sonaba distinto, así que había personas que yo miraba con atención porque me resultaba llamativa su forma de hablar y su expresividad que trasmitían una alegría contaminante. Hasta la tienda venían personas desde lejos, por ejemplo de las pedanías como El Romeral. A base de años y años comprando en el mismo sitio se acabarían entablando lazos de amistad que perdurarían varias generaciones. Recuerdo a Magdalena la Chinita, una mujer mayor entrada en carnes que echaba largos ratos de conversación con mi abuelo, apoyada en el mostrador de madera. Por entonces el sistema de transporte utilizado era el más básico de todos: los pies, es decir, que estas personas que vivían en las pedanías venían al pueblo andando a abastecer sus despensas, compraban en grandes cantidades (comparado con la gente que vivía en el pueblo y que tenían por tanto más a la mano solucionar una necesidad), para no tener que realizar otro viaje en breve. Por supuesto que luego volvían andando a sus casas o quizás, con suerte, encontraran a algún vecino que pasara cerca de sus viviendas y las acercara, aliviando notablemente el viaje.
Así recuerdo el principio de los años 80, haciendo mi vida en la tienda que era una colmena en la que, desde por la mañana temprano, iban y venían personas con el fin de llenar la despensa y configurando, sin darse cuenta, una red social que habría de durar años y que pasaría de generación en generación.
De vez en cuando, en el alborozo mañanero se empezaba a escuchar de lejos un sonido inconfundible: una armónica. Su melodía atraía a los vecinos de la calle que sacaban sus cuchillos, hachas o tijeras para afilar. Era algo de lo más común y el vecindario esperaba la llegada de este hombre pues su trabajo era muy necesario para el día a día de una casa. La gente se acercaba hasta él y esperaban su turno para que afilara sus cuchillos, sus tijeras… mientras tanto entre los que esperaban surgían conversaciones. El paso de este hombre cubría necesidades básicas.
Ahora, mientras escucho el sonido de la armónica, se me viene a la memoria la imagen de mi abuela María (de la que tomé su nombre) con su pelo blanco engarzado con ganchillos en su nuca, formando una especie de recogido sin llegar a ser un coco. Tenía el pelo largo pero nunca se lo dejaba suelto y sólo lo vi en algunas ocasiones muchos años después. Siempre la conocí con ese peinado tan característico. Detrás del mostrador se movía con dificultad debido al parkinson que sufrió durante tantos años en su vida, pero no la inhabilitaba en absoluto para atender las demandas de forma eficaz y rápida. ¡Ella sí que sabía despachar rápido y en condiciones! Mi abuelo, con una tranquilidad que inquietaba, estaba también detrás del mostrador con su sombrero negro, que solía comprar en la sombrerería Cantón, y que lució hasta el último de sus días, su camisa blanca y sus pantalones grises cogidos con una correa que debió pertenecer, por lo menos, a su bisabuelo por lo menos de raída que estaba, pero que no cambiaba por nada en el mundo. Además, recuerdo que se la sujetaba de una forma especial porque aunque se la ajustara le seguía sobrando un trazo de correa y para que no molestara se la liaba metiéndola entre el pantalón y la cintura. Con el paso de los años la correa tenía grietas muy pronunciadas que hacían pensar que pronto habría que comprar otra, pero no fue así pues le quedaba por aguantar años y años.
Allí sentada en el escalón veía la vida pasar. Mi pelo rojo no pasaba desapercibido, mucho menos si me sentaba al sol que le daba aún más intensidad al brillo y al color:
¿Tú le echas algo a la niña en el pelo?- preguntaba alguna curiosa a mi madre.
No, nada- respondía mi madre
Entonces, ¿A quién ha salido con el pelo rojo esta niña?- insistía la curiosa.
A mi madre- contestaba mi abuela desde el mostrador en tono de sentencia mezclado con orgullo.- Mi madre tenía el pelo del color del cobre, rojizo, igual que mi nieta.
Yo me limitaba a mirar las caras de los que hablaban y nada más. Seguía allí sentada, mientras escuchaba conversaciones de las mujeres, miraba en la calle la gente pasar. Me encantaba aquel bullicio y no eran pocas las veces en las que entablaba conversación con gente que pasaba por allí. Daba igual que las conociera o no.
Frente a mí estaba el estanco de Ana María y también llegaban hasta allí mucha gente a comprar. Ana María y Miguel eran una pareja que tenían un estanco. No eran pocas las personas que desde la tienda de mi abuela iban hasta allí para comprar tabaco o, al contrario, salían del estanco para venir a mi tienda.
Mis abuelos y ellos, Ana María y Miguel, se decían compadre y comadre. Aquellas palabras me resultaban como prohibidas para una niña. Me sonaban a palabras sólo de mayores y no quería ni preguntar qué era eso. Tuvieron que pasar años hasta que un día le pregunté a Ana María qué era eso de compadre, a lo cual me contestó que un compadre es el que bautiza a un hijo tuyo. Pero como ninguno de ellos había bautizado a un hijo suyo le volví a preguntar:
Y ¿de quién es padrino quién?- le espeté sin saber cómo iba a encajar aquella pregunta.
Cuando éramos niños hicimos un juego- comenzó a decir ella- Había que sacar un papel para ver quién era tu compadre o tu comadre y salimos tu abuelo y yo. Desde entonces nos llamamos así.
Ana María era una mujer bajita, delgada y siempre vestía de negro. Recuerdo que suspiraba mucho y eran suspiros que llegaban al alma. Me daba la sensación de que estaba cansada de luchar en la vida pero que aún tenía que seguir luchando.
Miguel era más tranquilo y tenía un bastón. Se venía muchas tardes a casa de mi abuelo a echar ratos de charlas con él. Hablaban de su vida, de las gentes, de los cambios en el pueblo, de las tierras, de los negocios… Se podían pasar las tardes enteras hablando y hablando. A estas conversaciones también se unían otras personas, varones por supuesto. Recuerdo a mi tío Juan, hermano de mi abuelo, que solía acudir a las tertulias de por la tarde en la casa de mi abuelo. Era un hombre alto y fuerte, voluminoso, y con una nariz suprema por grande y por ancha. Era muy simpático conmigo y recuerdo que le daba besos cuando lo veía. Solía decirme:
Mira lo que tengo aquí- me decía señalándose la barriga.
¿Qué tienes?- me preguntaba yo
No te lo puedes imaginar- instigando con la mirada a jugar a las adivinanzas.
No sé, ¿qué es?
Cuando yo era más joven hubo una guerra en España. Un día me pegaron un tiro en la barriga. La herida curó pero la bala está ahí metida. Mira, la puedes tocar- decía mientras acercaba mi mano para poder tocarla en el sitio exacto.
Sí, es verdad.
Esa es la bala.- decía él.
¿Y cómo puede vivir una persona con una bala y no se muere? Pensaba yo cuando me contaba la historia una y otra vez.
Un día, cuando llegué del colegio San Juan me encontré a Miguel Carrasco sentado con mi abuelo, entré a saludarlos como siempre empujando la puerta que giraba tanto para un lado como para otro y los encontré con una mirada triste y sin sonrisa. No era normal que llegaran visitas a la hora del almuerzo. Miguel había venido a visitar a mi abuelo porque mi tío Juan había fallecido. Recuerdo también estaba Ana María y algún vecino más. Me metí para mi casa sin preguntar nada. Mi madre me dijo lo que había pasado.
Es curioso cómo un sonido puede despertar recuerdos que creíamos olvidados. Parece mentira cómo se activan los mecanismos de la memoria regalando momentos felices con tan sólo un sonido. Gracias a ello he podido rememorar aquella etapa tan feliz de mi vida: mi niñez. En aquel tiempo sólo conocía a mi hermano Antonio. La llegada de Álvaro era inminente y a Sergio aún le quedaba muchos años para llegar a casa.
Con los años, la tienda se cerró. Acabó por sucumbir, a tiempo afortunadamente, a la llegada de comercios especializados, a los supermercados que empezaron a multiplicarse por el pueblo y que ofrecían mayor variedad de productos y, quizás, a precios más asequibles. Quizás aquel hecho de pasar a ser una calle peatonal no ayudó para seguir con aquel tipo de comercio. Quizás otro hubiera salido para adelante si se hubiera tenido una visión y una perspectiva de futuro distinta. Pero aquella tienda de ultramarinos que vió la luz en 1947, típica y conocida por su famosa y exquisita manteca colará, se cerró en enero en 1988 aunque su estampa siga viva en la memoria de quienes la conocieron y siempre se pueda volver a ella. Algunos años después el estanco fue trasladado a una zona más transitada y también acabaron cambiando aquellos adoquines rojos y blancos en los que se reflejaba el sol por un suelo de piedras pequeñas que dibujan estrellas blancas sobre un fondo gris, al estilo granadino.
Desde aquellos días, ha cambiado mucho el pueblo. Sigue pasando la gente por la calle, los niños que antes eran niños pasean ahora a sus hijos y las mujeres que pasaban aceleradas cargadas de abastos para sus familias hoy siguen paseando pero sin tanta prisa, de forma más pausada y disfrutando de la vida de una forma más sosegada. Ya no me siento en la puerta a ver la vida pasar y tengo un acelero propio de los adultos pero sí que me siento para realizar mi trabajo y si, sin esperarlo llega a mis oídos la música del afilaó, es capaz de hacerme revivir por unos instantes aquellos años donde mi vida pasaba lentamente, donde me sentía espectadora del bullicio popular, donde la imagen se muestra nítida con un sol resplandeciente sobre la solería recién estrenada semejándose a una calle de Estambul, donde mi mente empezaba a organizar relaciones y a entender la vida. Al fin y al cabo era una niña. Una niña que contemplaba la vida pasar sentada en un escalón de la puerta de la tienda de sus abuelos y observaba atenta los pasos de aquel hombre que arrastraba una moto llevándose a la boca una armónica y veía cómo los vecinos iban saliendo de sus casas demandando el trabajo del afilaó.